pleyade
31 julio 2019, 11:58
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FICHA TÉCNICA
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Tamaño: 1 Mb
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Sinopsis:
Sentada a la sombra del sicomoro, Nefertary disfrutaba de los perfumes del jardín. Estos envolvían la tarde con su invisible frazada, tejida por el embrujo de una tierra en la que los dioses y los hombres iban de la mano. Así, los jazmines y arbustos de alheña entremezclaban sus fragancias hasta saturar el ambiente con su magia, en tanto los acianos, alhelíes y adelfillas se regocijaban al poder mostrar su colorido. Olía a munificencia, a tierra presta a ser fecundada, a aguas dispuestas a descargar su simiente hasta saturar los campos de vida.
La avenida ya se anunciaba, y aquella suerte de milagro hacía que los corazones se inflamaran de gozo, que los colores del Valle parecieran más vívidos, que el aire llegara rebosante de esperanza ante el comienzo de un nuevo ciclo traído de la mano de un prodigio: la inundación.
La dama sabía muy bien lo que se escondía tras aquella palabra; misterios que iban mucho más allá de un país anegado por las aguas; una tierra bendecida por los dioses que un día la crearan, decididos a no abandonarla nunca mientras honraran su memoria. Estos se encontraban por doquier: en el yermo desierto, bajo los palmerales, detrás de cada recodo del río, vigilantes, para que sus ancestrales leyes fueran cumplidas por el pueblo que ellos mismos habían elegido, a fin de garantizar el orden cósmico sin el cual solo habría lugar para el caos.
La noble señora conocía lo que representaba la anarquía y las consecuencias de caer bajo su poder. Durante casi doscientos años, Egipto había sucumbido a su yugo, abandonado a su suerte, prisionero de las ambiciones bastardas de unos reyes procedentes de otras tierras dispuestos a gobernar un país que no les pertenecía.
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Sentada a la sombra del sicomoro, Nefertary disfrutaba de los perfumes del jardín. Estos envolvían la tarde con su invisible frazada, tejida por el embrujo de una tierra en la que los dioses y los hombres iban de la mano. Así, los jazmines y arbustos de alheña entremezclaban sus fragancias hasta saturar el ambiente con su magia, en tanto los acianos, alhelíes y adelfillas se regocijaban al poder mostrar su colorido. Olía a munificencia, a tierra presta a ser fecundada, a aguas dispuestas a descargar su simiente hasta saturar los campos de vida.
La avenida ya se anunciaba, y aquella suerte de milagro hacía que los corazones se inflamaran de gozo, que los colores del Valle parecieran más vívidos, que el aire llegara rebosante de esperanza ante el comienzo de un nuevo ciclo traído de la mano de un prodigio: la inundación.
La dama sabía muy bien lo que se escondía tras aquella palabra; misterios que iban mucho más allá de un país anegado por las aguas; una tierra bendecida por los dioses que un día la crearan, decididos a no abandonarla nunca mientras honraran su memoria. Estos se encontraban por doquier: en el yermo desierto, bajo los palmerales, detrás de cada recodo del río, vigilantes, para que sus ancestrales leyes fueran cumplidas por el pueblo que ellos mismos habían elegido, a fin de garantizar el orden cósmico sin el cual solo habría lugar para el caos.
La noble señora conocía lo que representaba la anarquía y las consecuencias de caer bajo su poder. Durante casi doscientos años, Egipto había sucumbido a su yugo, abandonado a su suerte, prisionero de las ambiciones bastardas de unos reyes procedentes de otras tierras dispuestos a gobernar un país que no les pertenecía.
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