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Ver la versión completa : Crímenes a la francesa - Mauro Armiño [epub] [UC] [UL]



pleyade
14 septiembre 2019, 11:10
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FICHA TÉCNICA
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Sinopsis:


Los precedentes del género policiaco, tanto para la literatura anglosajona como para el resto de las literaturas europeas, se inscriben en la Antigüedad; antecedentes remotos en tiempo y forma, desde la Biblia al folclore celta o las leyendas árabes (Las mil y una noches), pueden proponer en el protagonista de la tragedia Edipo de Sófocles un primer personaje que, encargado de descifrar un enigma, desempeña más de un papel y se convierte sucesivamente en víctima, investigador y asesino. Estos preliminares de lo que, en el siglo XIX, terminaría convirtiéndose en género autónomo cuentan sobre todo violencias y crímenes, y, en el caso de Edipo, se reúnen para convertir al personaje trágico en el primer superdetective de la historia literaria. Crímenes de los que están llenas las crónicas, aunque estas no atiendan a lo que la creación del suspense en el lector exige: un misterio que encubra al autor o a los autores, explique las causas y ofrezca un desenlace para reparar el orden social, o justificarlo a pesar de ese orden.
En el territorio que nos ocupa en Crímenes a la francesa, Francia, la literatura da cuenta desde hace siglos de delitos, fechorías y asesinatos sin fin. Que maleantes, forajidos y facinerosos terminaban en la horca ya lo cantaba el gran poeta medieval François Villon (1431-1463), que compartió malandanzas y cárceles con ciertos malhechores que robaron quinientos escudos de la sacristía del Collège de Navarre parisino con éxito; pero, varios meses después, uno de ellos se fue de la lengua y, torturado, cantó los nombres de sus cómplices, entre ellos el de Villon, que ya había huido; pese a ello su nombre no será olvidado, y riñas y pequeños hurtos harán que, más tarde, las autoridades se acuerden de los quinientos escudos robados en el Collège de Navarre, delito al que fueron sumando un homicidio anterior e indultado en la persona de un tal Philippe Sermoise, sacerdote del claustro de Saint-Benoît-le-Bétourné1. Todas las literaturas europeas vivas de la Edad Media dan cuenta de malandanzas semejantes, seguidas o no de ajusticiamientos como el cantado por Villon en su Balada de los ahorcados, o reflejados en una de las esquinas del fresco San Jorge y el dragón realizado por Pisanello (primera mitad del siglo XV) para la iglesia italiana de Sant’Anastasia de Verona. El arte pictórico europeo de esas épocas medievales pone de manifiesto a menudo tales ejecuciones por distintos métodos: empalamientos, crucifixiones, ahorcamientos, estrangulamientos, etc., como aparecen, por poner un solo ejemplo, en el pintor flamenco el Bosco.
Que el género policiaco no existiera como tal literariamente no quiere decir que su germen, el crimen, no fuera rastreado, ni que sus fieles —o infieles— perseguidores no cumplieran algunos de sus cometidos. En la Francia del siglo XVII, hay un personaje que cambia de arriba abajo el comportamiento de la ley y de la autoridad frente a los crímenes: Nicolas de La Reynie (1625-1709), a quien el primer ministro Colbert propuso para que Luis XIV le encargase resolver los problemas de orden público; el nuevo teniente de Policía organizó las tareas y el cuerpo de agentes de tal modo que se le considera el padre de la Policía Judicial francesa; fue La Reynie quien la estructuró como una institución independiente que no estaba sometida a las presiones de una nobleza y una aristocracia que había campado a sus anchas en los cenagales del crimen (así como en otros), y, con el apellido por delante, había gozado durante la Edad Media de un poder omnímodo y una considerable impunidad en sus tierras. Durante los treinta años —de 1667 a 1697— que ocupó el cargo, La Reynie trató, y consiguió en buena medida, instaurar un cuerpo policial destinado a «asegurar el reposo del público y de los particulares, a proteger la ciudad de lo que puede causar desórdenes». Fueron muchas las tareas que atendió, desde el saneamiento de París, por ejemplo, que convirtió en la urbe más limpia de Europa, hasta la vigilancia y el desarrollo de las costumbres de acuerdo con la moralidad de la época en esa materia; en su campo de atribuciones se incluyeron desde incendios a inundaciones, así como la persecución de libelos y escritos sediciosos contra el régimen o contra personajes de las altas esferas —de cuyos informes y sumarios se encargaba personalmente con rigor, intransigencia y dureza—, o como el seguimiento y vigilancia de los protestantes reacios o conversos. Pero alcanzó sus mayores logros en su consideración de la criminalidad como una lacra a extirpar, al margen de la clase social que la perpetrase. Para su represión, reguló el cuerpo policial a partir de la figura del «comisario de Policía» —se le debe la creación de ese término que ha perdurado hasta nuestros días—; repartió los cuarenta y ocho comisarios que había nombrado por los diecisiete barrios de París, exigiéndoles información diaria de las incidencias de mayor o menor peso que habían ocurrido en el casco parisino y de manera especial en los suburbios. Dado el éxito, su sistema organizativo fue ampliado, en 1697, momento de su despedida, a todo el reino, y cada departamento de Francia implementó sus mismos métodos.
Uno de los capítulos de mayor interés para el posterior género literario fue la creación de una red de espías (mouches) que, bien pagados, abarcaba todos los ámbitos de la ciudad, desde los barrios populares hasta las dependencias de los castillos y los salones, de cuyas conversaciones La Reynie tenía puntual informe. Y no solo del exterior: infiltró en las cárceles soplones (estos recibieron el nombre de moutons), que, en contacto con los malhechores detenidos en los calabozos, lograban sonsacarles la autoría de delitos cometidos por ellos mismos o por otros, y facilitaban la búsqueda de maleantes, salteadores y criminales perseguidos.
Esta forma de enfrentarse al hampa fue eficaz, sobre todo en el desmantelamiento de las Cours des miracles («Cortes de los milagros») que desde principios de siglo se habían hecho con el control de París2; las oleadas de vagabundos que, procedentes del campo y provincias, llegaban a la capital en busca de un trabajo que no encontraban, lograron organizarse durante el reinado de Luis XIII hasta el punto de crear una sociedad regida por un orden distinto y encabezada por un ragot o chef-coësre, jefe del hampa, y sus lugartenientes; en sus madrigueras suburbanas, esa «sociedad» había repartido los oficios y disponía de diversas y abundantes especializaciones para cada uno de sus miembros: el robo en sus múltiples variantes, la prostitución, el asesinato voluntario o por encargo, las riñas organizadas; disfrazados de harapos y fingiendo enfermedades recorrían la ciudad caracterizados de menesterosos con perros lazarillos, patas de palo, epilepsias y máscaras de peregrinos, o como soldados lisiados o mutilados, o como huérfanos, para practicar la mendicidad mientras ojeaban su entorno y buscaban lugares o personajes que pudieran convertirse en víctimas; una vez cumplido su horario «laboral», volvían a sus antros y escondrijos dejando en la entrada su vestimenta: de ahí el nombre de «milagro»: en cuanto cruzaban los umbrales de sus refugios, los cojos andaban, los ciegos veían, etc.
La Reynie se enfrentó a esas cortes como prioridad y no tardó en abrir boquetes en su organización arrasando las casas y entradas subterráneas de esa hampa; se considera que, durante sus treinta años al frente de la Policía parisina, logró enviar a galeras, tras haberles marcado el hombro con hierro candente, a entre 50.000 y 60.000 malhechores, mientras otra cantidad bastante numerosa era encerrada en el Hospital General, creado por la Compañía del Santo Sacramento3 para «salvar las almas» de los mendigos.
Ni este clima de criminales parisinos, ni las fechorías de grandes partidas de bandidos por la región del Sena (sobre todo) y el resto del país generaron obras literarias, pese a que, a través de la prensa, el público se apasionó con las aventuras del «capitán general de los contrabandistas de Francia» (tabaco, algodón, relojes), como se titulaba Louis Mandrin (1725-1755), que terminaría ajusticiado mediante el suplicio de la rueda; o de Cartouche (1693-1721)4, cuya ejecución en ese mismo potro de tormento fue seguida de condenas a muerte, a galeras, a destierro o a prisión de más de sesenta de los hombres de su banda; ambos malhechores se convirtieron en leyenda popular, jaleados por poemas, canciones y obras de teatro en su época, y llevados al cine en el siglo xx y en el actual. Mandrin fue visto como un bandido heroico enfrentado a la iniquidad de los impuestos reales que empobrecían al pueblo, mientras a Cartouche se le consideró un mártir del poder real y de la aristocracia. Los abundantes testimonios literarios que de ambos quedaron nada tienen que ver con sus crímenes, sino con su leyenda como víctimas del Antiguo Régimen; así pasaron a la literatura, al teatro y al cine5.
Esa sucesión de crímenes y fechorías, esa continua vigilancia y persecución policial seguida de las correspondientes ejecuciones, no dejan rastro durante el siglo XVIII en las letras, salvo un curioso caso colateral, puesto de relieve por J. A. Molina Foix, y debido a uno de los grandes del siglo, Voltaire, quien, en su largo relato Zadig o el destino (1747), reutiliza cuentos orientales para esclarecer, en primer lugar, un misterio y resolver un crimen: «Giafar al-Barmaki, visir de Harún al-Rashid, y hallar en el plazo de tres días al asesino de una persona despedazada encontrada en el río Tigris dentro de un cajón so pena de ser ejecutado»; en segundo lugar, «los tres ingeniosos príncipes son acusados del robo de un camello por haber averiguado, simplemente observando sus huellas, que el animal era tuerto del ojo derecho, le faltaba un diente, estaba cojo de una de las patas posteriores, llevaba una carga de mantequilla, y en él iba montada una mujer embarazada». Voltaire anunciaría así «la inminente aparición del relato de investigación policial como género autónomo»6.
El tipo de pesquisa que muestra Zadig o el destino tardará siglo y medio en convertirse en el sistema del género policiaco, cuando, a final del siglo XIX, varios narradores, en especial Émile Gaboriau con su comisario Lecoq, creen ingeniosos detectives que, bajo la influencia del caballero Dupin de Edgar Allan Poe, deducen de hechos objetivos, de detalles nimios, no solo el suceso en su totalidad, sino incluso los rasgos fisionómicos de los delincuentes. Prácticamente contemporáneos de estos avances literarios son los progresos en el seguimiento de la delincuencia debidos a un delincuente, Eugène-François Vidocq (1775-1857). Este aventurero condenado a galeras pasó sus años de adolescencia y primera madurez de cárcel en cárcel, de las que lograba fugarse continuamente, hasta que «sentó la cabeza» y se ofreció a la Policía de París como chivato y soplón de los delitos que habían perpetrado sus compañeros de presidio (1809). Eso le valió la libertad, un puesto en la Sûreté (la Dirección General de Policía), en la que, con Napoleón en el poder, llegó a ser primer jefe (1818). Pionero de diversas técnicas de investigación, entre ellas la de infiltrar en las bandas a antiguos condenados para descubrir criminales y delitos con mayor habilidad y en mayor número que La Reynie, consiguió con métodos poco ortodoxos tres veces más éxitos que la Policía «Legal»; se ganó así tanto la admiración como el rechazo de sus superiores políticos, que lo obligaron a dimitir en dos ocasiones. También se atrajo la aversión del mundo del hampa, que en varias ocasiones lo acusó de preparar él mismo los golpes para detener inmediatamente a los autores y colgarse las correspondientes medallas. Tras su dimisión definitiva en 1827, Vidocq se dedicó a negocios privados como la Oficina de Informaciones para el Comercio, la primera agencia de detectives del mundo, dedicada a la indagación y la vigilancia de opositores al régimen, de operaciones económicas, de adulterios, etc.






El desarrollo de la prensa francesa desde principios del siglo XIX permitió la incorporación, al lado de las noticias y al pie de la primera página, de novelistas de mayor o menor prestigio que escribieron narraciones, cuentos más o menos largos; el final de los episodios de cada entrega remataba «en punta», dejando en suspense la oscuridad de la trama y excitando la curiosidad de los lectores, atraídos al día siguiente al lugar de venta de periódicos o hacia el pregonero; hasta el punto de que, para seguir las aventuras de los personajes con éxito, se hicieran colas a diario para comprar, por ejemplo, el Journal des Débats cuando Eugène Sue publicaba en él sus Misterios de París. La importancia del folletón para la prensa queda demostrada por la tirada del Petit Journal, que ascendió a 400.000 ejemplares cuando, en 1868, publicó El crimen de Orcival de Gaboriau. Se produjo así una literatura —o, en la mayoría de los casos, una paraliteratura— constante, diaria, a la que se sacrificaron las mejores plumas y que generó unas características específicas que determinaron la novela de folletón: largas tramas de hilo delgado y bastante laxo, que permite la incorporación de episodios e intrigas complicadas, salpicadas de crímenes y fechorías, con multitud de personajes. Los autores más famosos se convirtieron en estrellas dotadas de una popularidad que los acompañó toda su vida gracias a la perpetuación de personajes o de tramas: Sue, Feval o Ponson du Terrail, los folletinistas más conocidos, nadaron en la abundancia, mientras Balzac, que también se adentró en ese género, se debatía entre deudas pese a su mayor calidad (o debido a ella), a su penetración psicológica y a su atinada comprensión de los movimientos sociales, características que a los antecitados importaron mucho menos o se quedaron por su falta de calidad en simple paraliteratura.
Pero la faceta más interesante del folletón para la literatura policiaca fue la cantidad de potentes personajes que prestó a novelistas como Balzac, Victor Hugo, Eugène Sue o Dumas; Balzac habló a menudo con Vidocq, y de esas conversaciones, del personaje y de sus Memorias7, publicadas en 1828, consiguió el novelista información de primera mano sobre el mundo del hampa y los hábitos de la vida en presidio; con ella Balzac va a crear una figura imponente bajo distintas identidades, Vautrin; este personaje, que aparece como esbozo en El tío Goriot y recorre de forma intermitente La comedia humana, logra su máxima expresión narrativa al convertirse en una especie de alter ego de Vidocq; como este, Vautrin fue condenado a los presidios de Tolón y de Rochefort; tras conseguir escapar, se convierte en tutor del ascenso en sociedad de varios jóvenes ambiciosos, a quienes facilita la subida por los peldaños sociales a cambio de una obediencia ciega a sus proyectos; en estas relaciones de dominación con Eugène de Rastignac y Lucien de Rubempré, especialmente, en dos de las novelas mayores del siglo, Ilusiones perdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas, se plasma la permanente lucha contra la sociedad del antiguo condenado que hace de esos jóvenes unos instrumentos de su venganza contra una sociedad que lo condenó por un crimen que no había cometido8. También Victor Hugo utilizó elementos de la vida y las memorias de Vidocq para el Jean Valjean de Los miserables: condenado a presidio como Vidocq, Valjean termina adaptándose a la sociedad, aunque lo haría de forma muy distinta.
No fueron los únicos: Alexandre Dumas creó en Los mohicanos de París una especie de Vidocq a imitación de Balzac; lo mismo que Ernest Capendu (1826-1868), a quien se debe la figura del cojo Camparini, que empieza a aparecer en Le Journal pour tous en noviembre de 1860. Zigomar, el rey del crimen, héroe enmascarado de un folletón de 164 episodios y ocho novelas (de 1909 a 1939), obra de Léon Sazie (1862-1939), se convierte en un malhechor de genio, criatura del reino del mal que prepara el camino para criminales más modernos, de manera especial para otro hampón creado entre Pierre Souvestre (1874-1914) y Marcel Allain (1885-1969): Fantomas, que terminó convertido en la figura más popular del folletón gracias a las treinta y dos novelas que ambos autores publicaron entre 1911 y 1913, y a sus cinco adaptaciones cinematográficas inmediatas (1913-1914) por Louis Feuillade. Tras la muerte de Souvestre, Allain prosiguió durante nueve volúmenes (1926-1963) con el personaje, que había heredado rasgos de sus antepasados, de Rocambole y su tutor Sir Williams, del coronel Bozzo-Corona, y de Zigomar, que encabeza la serie de los perversos modernos, enamorado de la sangre, del crimen, del pillaje, del desorden, de la anarquía, y que solo vive de los «efluvios magnéticos que se desprenden de las peores pasiones humanas». Pero en el caso de Fantomas se trata de un descendiente de los folletones del siglo precedente (igual que los citados antes), ayudado en su popularidad por las múltiples adaptaciones teatrales y, sobre todo, cinematográficas, protagonizadas por Jean Marais y Louis de Funès: tres películas entre 1964 y 1967 han permitido seguir vivo a Fantomas durante buena parte del siglo XX, acompañado de versiones para televisión9. Folletones radiofónicos, piezas de teatro, tiras cómicas, manga y toda suerte de versiones han alargado la vida del personaje, que, aunque no entre en el género policial, es un referente que justifica tanto el pasado de los folletones como la continuación a lo largo del siglo XX de los héroes del mal.






Aunque estas narraciones estén protagonizadas por personajes de catadura homicida, esta va más allá del simple crimen que necesite pesquisas para descubrirlo; dos títulos de Balzac se acercan bastante más a la estructura de la novela policial, con un misterio por resolver: en Un asunto tenebroso (1841), Joseph Fouché, el todopoderoso personaje de la última etapa de la Revolución francesa y de las dos primeras décadas del nuevo siglo, organiza contra Napoleón un complot en los días previos a la batalla de Marengo; la inesperada victoria del Emperador obliga a Fouché a desbaratar la conspiración mediante una maniobra tras la que resultan culpables y condenados personajes inocentes, con el ajusticiamiento de un personaje de clase baja mientras los nobles salvan el pellejo. En Maese Cornelius (1831), cuya acción se sitúa en el siglo XV, el protagonista de ese nombre, usurero y platero de Luis XI, es la génesis de un misterio que terminará desvelando el propio monarca, convertido casi en detective: el robo del tesoro de Maese Cornelius (un caso de «habitación cerrada») no tiene explicación alguna, ya que el viejo avaro vive en el fondo de una calle en una casa prácticamente amurallada. Balzac, influido en esa época por el misticismo de Swedenborg, dará con una salida tan desconcertante como insólita: el propio avaro se habría robado en estado de sonambulismo.
Si en estos relatos de Balzac no se dan las premisas para asentar una teoría del género policial, al parecer ejerció una influencia determinante en quien iba a convertirse en creador e inventor de la novela detectivesca, Edgar Allan Poe, que sitúa sus crímenes y las pesquisas en territorio francés y encarga a un francés el protagonismo de tres relatos de indagación: el caballero Auguste Dupin, investigador privado que se mueve en las revueltas aguas de la Monarquía de Julio (1830-1848): Doble asesinato de la calle Morgue (1841), El misterio de Marie Rogêt (1842-1843) y La carta robada (1844); traducidos por Baudelaire e incluidos en sus antologías de relatos del escritor norteamericano Histoires extraordinaires (1856) e Histoires grotesques et sérieuses (1864), estos tres cuentos iban a convertirse en pauta de obligado seguimiento para los narradores franceses hasta final de siglo. Este primer detective en el sentido moderno del término no es un policía, sino un analista que contempla los comportamientos humanos desde su mesa del café Procope. Poe marca las leyes del género: relato breve, centrado de manera exclusiva en el carácter detectivesco de la trama, sin las frecuentes derivas de la novela popular que mezclaba categorías distintas; y, como prescripción para el argumento, planearlo al revés, empezar por las conclusiones para seguir el hilo hasta el origen del crimen. Dupin será el patrón sobre el que cortará Arthur Conan Doyle el detective más famoso de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX: Sherlock Holmes, acompañado por su amigo y ayudante Watson, hace su primera aparición en Estudio en escarlata (1887), que inicia una serie de cuatro novelas, además de cinco volúmenes de relatos breves cuya última entrega, Los archivos de Sherlock Holmes, apareció en 192710.
La horma del excéntrico Sherlock servirá a los narradores franceses de fin de siglo que, poco antes de mediada la centuria, han visto el desarrollo de una prensa popular que tenía en los folletones su principal instrumento de reclutamiento de lectores, y a cuyo frente figura, por una calidad literaria que le ha permitido sobrevivir en el tiempo, El conde de Montecristo (1844). Aunque a Dumas se le pueda adscribir prácticamente a todos los géneros por la profusión de sus aventuras, el género policial fue para él ajeno; sin embargo, creó un personaje que se repetirá en las novelas de investigación: el abate Faria, un sabio italiano, sacerdote y prisionero político, que desde su calabozo descubre, detectivescamente, sin más instrumentos que la ilación de ideas, las razones por las que Edmond Dantès ha sido encerrado en el castillo de If: tras abrirle los ojos a su compañero sobre los motivos de su condena y encierro perpetuo en ese presidio, le revelará el escondite de un tesoro que ha de servir al joven para financiar su venganza.
Aunque no puedan incluirse por motivos de carácter y de métodos narrativos dentro del género negro, los folletones más populares del siglo XIX, los de Eugène Sue (1804-1857), Paul Féval (1816-1887) y Pierre-Alexis Ponson du Terrail (1829-1871), están llenos de crímenes, asesinatos, delitos, fechorías y atropellos, en larguísimas y enrevesadas tramas que terminan ocupando varios volúmenes; en ningún sentido, ni lato ni estricto, pueden considerarse dentro de esa adscripción, porque incumplen todas las normas prescritas por Poe: recogen episodios de las páginas de sucesos de la vida parisina y los aliñan con una imaginación desbocada y «rocambolesca» —adjetivo creado a partir de uno de sus protagonistas más extravagantes—; el resultado es una embrollada mezcla de costumbres ciudadanas, de peripecias, venganzas, raptos, duelos, envenenamientos, presidiarios, cadáveres que resucitan, asociaciones criminales de todo tipo..., multiplicando personajes y hechos hasta la infinitud. No por ello dejan de carecer de intenciones que van más allá del entretenimiento: Los misterios de París, de Eugène Sue, es la primera novela-río que inserta en el folletón elementos de novela social por situar sus personajes en los ambientes de la miseria parisina; Sue abre el camino al folletón popular en 1842, y convierte sus Misterios en canon a seguir por los otros dos autores citados: Paul Féval traslada la acción a Inglaterra en Los misterios de Londres (1844), mientras Ponson du Terrail, autor en veinte años de doscientas novelas y folletones, crea en 1884, en Rocambole, el arquetipo del facineroso criminal que termina buscando la redención, después de pasar por el presidio de Toulon y la cárcel londinense de Newgate, al cabo de las nueve novelas que protagoniza y que lo llevan tanto a Inglaterra como a la India.
Estos tres autores de folletones retratan personajes que son antecedentes, más que de detectives posteriores, de criminales y de fechorías que los narradores coetáneos explotan; el primero de ellos, Sue, había partido de un análisis de la sociedad más baja, frente a la narración ambientada en los medios aristocráticos o burgueses que habían cultivado o cultivaban Balzac, Stendhal o Flaubert; lo había hecho muy a su pesar, porque, al principio, ese mundo le parece que «es sucio y huele mal»11; convencido por su amigo Goubaux de que debía abordar ese ambiente, Sue se desvistió de sus ropas y apariencias burguesas y, disfrazado de obrero con blusa remendada, se adentró por tabernas parisinas de mala fama para captar la atmósfera de las clases peligrosas y describir la sordidez de la miseria que lleva al hampa; pero, en la barahúnda de una acción desarrollada a lo largo de diez volúmenes, ese inicio más o menos pintoresco dentro de su realismo derivará en análisis de las clases laboriosas; desde un punto de vista social, discute a través de sus múltiples personajes temas tan diversos como la situación de las cárceles o de los hospitales, la precariedad de las condiciones laborales, los salarios de miseria, la carestía de la justicia que impide a la mayor parte de la población reclamarla... Su personaje central, Rodolphe, príncipe de un país imaginario, aboga por la justicia social en los medios obreros y se adentra en ellos dispuesto a empaparse, no solo en los códigos de la delincuencia y del pueblo llano, sino en los de todas las capas sociales que frecuenta; el papel de justiciero en busca de la verdad sirve a Sue para hacer la crítica de una aristocracia parisina que desprecia al pueblo y solo está interesada y enfangada en sus pequeñas intrigas de vanidad; ese análisis convierte a Sue en el primer autor que examina los bajos fondos, aunque en ese aspecto pueda encontrársele algún antecedente, como Frédéric Soulié (1800-1847), cuyo genio fue saludado por Victor Hugo en el momento de su temprana muerte, y su novela Las memorias del diablo (1837-1838): su protagonista, testigo de toda suerte de vicios y maldades —raptos, violaciones, crímenes, avaricias, lujurias, etc.—, traza un cuadro de los horrores de la sociedad; así como también algún seguidor de alta calidad literaria, como Balzac, cuya novela Esplendores y miserias de las cortesanas debe algo a esas Memorias del diablo; ambos novelistas se embarcan en la descripción del crimen, Balzac con más vigor, percepción psicológica y calidad; pero Las memorias del diablo sigue siendo la primera novela que describe las miserias y hace una crítica de la organización de la vida social.
Animado por el éxito de Sue, Paul Féval controló la dispersión de la trama de Sue en Los misterios de Londres (4 volúmenes); pero solo hasta cierto punto, dado que esa diseminación de episodios y aventuras colaterales resulta una de las características de obligado cumplimiento para el folletón; Féval hila a saltos una intriga a base de sorpresas, raptos, piratas, experiencias médicas, ciudad subterránea, banqueros, mendigos, pastores protestantes, sociedades secretas, etc., todo ello en torno a un personaje de la nobleza, el marqués de Rio Santo, dandy aristocrático que, al frente de una organización secreta, «Los Gentilhombres de la noche», lanza sus huestes al crimen, el pillaje y el saqueo... pero con una finalidad bienhechora: aspira a la revolución, porque, irlandés de origen, pretende emplear los bienes conseguidos en la liberación de Irlanda de la corona británica. Su descripción de la miseria londinense tiene puntos en común con la realidad social descrita por Dickens, a lo que añade una capa de misterio y secreto de los medios del hampa.
Más interés ofrece desde el punto de vista de las intrigas criminales su serie Les Habits noirs, que comienza a publicarse en 1863 en Le Constitutionnel; con este encargo a Féval, el periódico trataba de contrarrestar o conseguir el éxito del Rocambole. En volumen aparecerán, entre 1863 y 1875, ocho novelas que, a partir de un suceso verídico acaecido durante la Monarquía de Julio, rehacen la historia francesa de todo un siglo (1770-1870), siguiendo los avatares de una sociedad secreta, la de los Habits noirs, dedicada a proporcionar a la justicia pruebas para que condene a un inocente por las fechorías que esa sociedad ha cometido. La sucesión de aventuras tiene en el misterioso coronel Bozzo-Corona un genio del mal que, con el mismo nombre de generación en generación, adopta distintos disfraces y se rodea de personajes recurrentes que tratan de dejar al descubierto la maldad oculta: «La oscuridad es en el siglo XIX una envoltura que recubre todos los poderes y todas las noblezas, todas las ambiciones y todas las opulencias, todas las conquistas, todos los éxitos, todas las glorias». En medio de una dispersión de episodios que debe mucho, sobre todo en su primera parte, al Conde de Montecristo, surge una galería de personajes notables que abarcan todos los estamentos sociales; las intrigas de crímenes de este folletón social y policial se resuelven, en más de un caso, mediante un sistema de indagación y pesquisa que interesará a Gaston Leroux.
El tercer y último de los grandes folletinistas, Ponson du Terrail, consigue crear, a través de un ciclo de ocho novelas que empieza a publicar en el periódico La Patrie en 1857, todo un mundo de aventuras, también para aprovechar la estela del éxito de Los misterios de París. El ciclo, titulado genéricamente Les Drames de Paris, da vida a un personaje que, a partir de Hazañas de Rocambole, la tercera novela de esos Dramas de París, protagoniza aventuras criminales dirigidas por un genio del mal, Sir Williams, de quien Rocambole, que termina yendo a parar a presidio, llegará a ser lugarteniente tras una larga carrera de crímenes. El éxito de la serie obligó a su autor, que cansado del personaje12 lo había matado, a resucitarlo debido a las protestas de los lectores, y a iniciar nuevas aventuras en las que, a partir de 1865, con La resurrección de Rocambole, este se transforma en defensor del bien y paladín de la inocencia; y así seguirá vivo en su nuevo papel hasta la muerte de su autor, en 1871. Una multitud de aventuras secundarias, protagonizadas por el «hombre de las mil caras», dada su habilidad para el disfraz y los cambios de identidad, hacen de la serie, si no una novela policial al uso, al menos un sistema de relatos que contienen en la práctica muchos de los ingredientes que van a caracterizar en adelante al género.
Después de superar la «novela judicial» —nombre que llevó durante buena parte del siglo, y que amparó las obras de Émile Gaboriau—, el campo estaba abonado para el nacimiento de la novela policial como tal a partir de la traducción por Baudelaire de los relatos de Poe, de su caballero Dupin, y de los personajes que han venido protagonizando los folletones y sus crímenes. La paternidad del género en la literatura francesa se remite a la aparición de un investigador aficionado, el tío Tabaret, en la novela El caso Lerouge (1865) de Gaboriau; esa figura deriva enseguida en Monsieur Lecoq, comisario que sigue los métodos de su maestro Tabaret, no sin que este le reproche sus infidelidades al sistema que le ha enseñado y, de manera especial, al axioma de toda investigación: «Desconfiar de la verosimilitud». De personaje secundario en El caso Lerouge, Lecoq pasó a ser protagonista de cuatro novelas (El crimen de Orcival, El Expediente nº 113, Los esclavos de París, y, por último, Monsieur Lecoq)13, aparecidas entre 1866 y 1868. Gaboriau da forma en el personaje a todo un tipo de inspector-detective que enfrenta los casos mediante la deducción lógica y los métodos inductivos de su maestro Tabaret: bajo disfraz en muchas ocasiones, analiza sobre todo los detalles y las nimiedades de la investigación para llegar a la resolución de los crímenes; desde el primer momento, Lecoq sigue los principios indagatorios de Poe, recurriendo en sus análisis a datos lo más científicos posibles —incluida la toxicología—, y marcando unas tácticas de trabajo que Conan Doyle reconocerá como inspiradoras de los análisis de su detective Sherlock Holmes, que nace veinticinco años después; en su conjunto, Gaboriau expone y da cuenta de la penosa situación del sistema carcelario, y mezcla dos géneros, el policial y el judicial, práctica común en sus predecesores y en sus seguidores.
En la encrucijada de los dos siglos aparecen dos nuevos tipos de detectives. El primero, Joseph Rouletabille, nace de la pluma de Gaston Leroux (1868-1927), célebre sobre todo por El fantasma de la Ópera, novela en la que no figura ese joven reportero que, con su axioma de seguir de forma tajante los pasos que le prescribe el raciocinio, protagoniza ocho novelas aparecidas entre 1908 y 1923, en las que el periodista consigue ir siempre por delante de los policías más avezados. En la primera novela de la serie, El misterio del cuarto amarillo (1907), Rouletabille se adapta a un subtipo de relato: «el enigma en habitación cerrada». El cambio de siglo parece haber modificado la estirpe de los detectives: Rouletabille tiene dieciséis años y trabaja como periodista a tiempo completo en reportajes que lo llevan al descubrimiento de las intrigas criminales; dos años más tarde, en La aguja hueca Maurice Leblanc encarga las investigaciones contra Arsène Lupin a Isidore Beautrelet, un alumno de retórica y colaborador del Journal de Rouen. Hay otro hecho nuevo: en las novelas de Leroux, al lado de sus notas poéticas, a la acción se incorporan los avances científicos de fin de siglo; Gaboriau ya había integrado la fotografía a la investigación en El caso Lerouge; los nuevos policías no dudan en utilizar análisis químicos, recurren a autopsias firmadas por los forenses y tienen en cuenta el perfil psicológico del criminal tras un examen psiquiátrico.
Leroux sigue esos pasos: la trama de El misterio del cuarto amarillo transcurre en 1892, pero el novelista la escribe quince años más tarde, y aprovecha varios hallazgos, los rayos X del físico alemán Röntgen, la radiotelefonía de Marconi, el radio de Pierre y Marie Curie..., para presentarlos en estado de investigación, porque hace de su personaje, el profesor Stangerson, un precursor de la radiografía, cuyo elemento químico, el radio, no descubrirían los Curie hasta 1898. En ese cuarto amarillo, colindante con el estudio del padre de Mathilde Stangerson, a quien han robado el fruto de sus investigaciones científicas, se producen hechos que carecen de explicación: en el capítulo XV, el asesino desaparece ante los ojos del reportero por una galería gracias a un extraño fenómeno que «hasta nueva orden y natural explicación me parece que debe probar mejor que todas las teorías del profesor Stangerson “la disociación de la materia”, diría incluso la disociación “instantánea” de la materia», tema que será explicado en el siguiente capítulo.
A partir de ahora, el motivo real de la ficción ya no es tanto la revelación de los hechos criminales ocurridos, sino la forma en que el protagonista desenmaraña el misterio, un enigma que tiene mucho de dramático, colocado como está dentro del espacio cerrado de una habitación. Los razonamientos de Rouletabille resultan un juego de prestidigitación ante un crimen en principio «sobrenatural». Y prestidigitación será la palabra clave del comportamiento de Arsène Lupin, creado por Leblanc tres años antes. Ambos autores y personajes (Leroux y Leblanc, Rouletabille y Lupin) deben mucho a Sherlock Holmes, según confesión de ambos; cuando L’Illustration le encargó esa primera novela a Leroux, «me propuse hacer, desde el punto de vista del misterio, mejor que Conan Doyle, y más completo que Poe. Acepté plantear el mismo problema: un asesinato ha sido cometido en un cuarto herméticamente cerrado; lo abren, todas las huellas del asesinato están ahí; pero el asesino ha desaparecido». Y Maurice Leblanc, que se inspiró en Raffles, un criminal elegante creado en 1889 por el yerno de Conan Doyle, W. E. Hornung (1866-1921), llevará la situación al extremo haciendo que los dos personajes se encuentren en Arsène Lupin contre Herlock Sholmès (1914)14.
Poe y Conan Doyle hacen trampa, según Leroux, porque el cuarto no está absolutamente cerrado en El crimen de la calle Morgue: por la chimenea se ha colado un mono. «Yo me empeñé en no hacer trampas. El cuarto estaría cerrado como una caja fuerte, ¡y nada de doble fondo! ¡Ninguna salida!», de él no podría entrar ni salir ni una mosca, como observa Sinclair, amigo de Rouletabille y el encargado de narrar la historia. Además de confesar esas paternidades, Leroux no duda en reutilizar elementos de Estudio en escarlata, como una especie de homenaje a Doyle; desde los nombres de Rance y Stangerson al yeso amarillo en el cuarto, a la mano sangrante sobre la pared, al gato de la Mère Agenoux que remite al horrible perro de los Baskerville, etc., hasta el punto de que Rouletabille reprocha irónicamente al inspector Larsan que lo acompaña que ha leído demasiado a Conan Doyle, como «esos agentes de la Sûreté imaginados por los novelistas modernos, agentes que han aprendido su método en la lectura de las novelas de Edgar Allan Poe o de Conan Doyle». No deja de ser una constante esa remisión a personajes anteriores; Watson no tiene reparo en acordarse del caballero Dupin o del inspector Lecoq; este recurso irónico de distanciamiento no solo reconoce paternidades, sino que sitúa al referente en la ficción y afirma a los personajes propios como reales, verosímiles en comparación con los anteriores, enviados al sarcófago de lo literario. Pero a partir de ahí, y de ese homenaje o distanciamiento ficticio, Leroux da una vuelta de tuerca a la propuesta de sus predecesores: Rouletabille no hará trampas, el asesino no estaba dentro del cuarto; o, mejor dicho, también las hará, pero de otra de otra manera, para mantener la tensión del lector.
De hecho, Leroux aporta a la novela una sección nueva, sobre todo en El misterio del cuarto amarillo y en su continuación, El perfume de la dama de negro (1908): no se trata solo de una obra maestra de la novela policial15, sino de una «novela de enigma» en la que cruza ese género con otros, con la novela popular, con el folletón, y se acerca al subgénero narrativo, recogiendo la herencia de Sue de Los misterios de París: de ahí su recurso a ingredientes de dramas y melodramas, de lo fantástico, de lo sobrenatural. Envuelve en estos elementos el análisis deductivo para resolver el enigma planteado utilizando un sistema: el aquilatamiento de múltiples variaciones posibles sobre los datos que la investigación va manifestando, y que no deja de ser, además, ironía y humor sobre el realismo de las observaciones16. La socarronería de la flema británica de Sherlock Holmes se convierte en Rouletabille en travesura, en una picardía que desconcierta al interlocutor del protagonista con un lenguaje que se rebaja al registro familiar y vulgar, o se eleva a alturas poéticas, o forma galimatías absurdos sin sentido inmediato que no dejaron de agradar a los surrealistas.
Con Maurice Leblanc, la novela policial da un giro para situarse al otro lado del espejo: su malhechor no alcanza la categoría de perversión. Arsène Lupin es un virtuoso de la mistificación, un caballero del crimen, el maleante de las mil metamorfosis, los mil nombres y los mil disfraces; este «Cyrano del hampa», como lo calificó Jean-Paul Sartre, encarna a un ladrón de guante blanco, a un facineroso «bienhechor», que ayuda a los comisarios a desentrañar el misterio de los crímenes con la sorna propia de quien está por encima del aparato policial. En julio de 1905, Leblanc publica El arresto de Arsène Lupin en la revista Je sais tout, dando vida a ese caballero ladrón que protagoniza hasta 1941, fecha de la muerte de su autor, diecisiete novelas, treinta y nueve relatos y cinco piezas teatrales. Dos años después, en 1907, Leblanc recoge ocho relatos más de los publicados en la misma revista con idéntico héroe en el volumen Arsène Lupin, caballero ladrón; a diferencia de los anteriores detectives o criminales, Arsène Lupin, nacido en 1874, personaje mundano descrito con los tintes anarquizantes de la Belle Époque, ha recibido una educación esmerada, ha seguido estudios de Medicina y Derecho, es políglota, profesor de gimnasia, esgrima y boxeo, actor, entendido en bellas artes, etc., según las biografías que varios especialistas han tratado de reconstruir rastreando el conjunto narrativo de Leblanc. Con el paso del tiempo, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, el novelista rebaja su carácter malvado e irónicamente lo sitúa como defensor del bien público, sin que por ello mengüe su burla de la incompetencia policial —el positivismo ineficiente del inspector Ganimard— ante casos cuya resolución no es más que un juego de niños para Lupin.
El personaje tiene, desde luego, antecedentes literarios, desde los aventureros que se enriquecen de Alexandre Dumas a los protagonistas de Conan Doyle. E incluso tiene detrás un personaje real, Marius Jacob (1879-1954), que durante la Belle Époque dirigió la banda de los «Trabajadores de la noche»: ese grupo de ladrones con efracción tenía prohibido el derramamiento de sangre en sus «trabajos» y solo utilizaba como blanco individuos o domicilios pertenecientes a las profesiones que defendían el orden social, jueces, militares, el clero... Una parte de los botines conseguidos se destinaban a organizaciones anarquistas y a camaradas en apuros. Jacob amplió su campo de operaciones más allá de las fronteras francesas: planeó robos en distintos países de Europa, y, entre estos, el de la estatua de Santiago de la catedral compostelana17. Arrestado en 1903 y condenado a cadena perpetua en Cayena, será puesto en libertad tras dieciocho años de presidio. Ingenioso en sus operaciones, en ocasiones dejaba en los edificios objeto de sus robos —desde casas particulares a catedrales— notas humorísticas que firmaba con el seudónimo de Atila.
Leblanc siempre negó este referente de Jacob, seguro sin embargo para los investigadores de Arsène Lupin, de la misma forma que negó conocer en aquella época la existencia de Conan Doyle; pero los datos confirman lo contrario, pues fue el editor Pierre Lafitte quien, ante el éxito del detective inglés, le pidió «algo parecido a lo que en el Strand Magazine había conseguido tan gran éxito gracias a Sherlock Holmes». Leblanc solo admitió, además de una influencia determinante de Poe, sus lecturas juveniles, entre las que figuran autores que van de Fenimore Cooper a Gaboriau, pasando por Balzac, «cuyo Vautrin me impresionó mucho». Lupin interpreta y resuelve misterios o incluso asuntos políticos contemporáneos, como los casos de corrupción que acompañaron la construcción del canal de Panamá, con un considerable número de políticos e industriales franceses implicados durante la Tercera República por haber dilapidado los ahorros de cientos de miles de pequeños inversores (El tapón de cristal); o el caso conocido como «la herencia Crawford»: Frédéric Humbert, hijo del ministro de Justicia en 1882, y su esposa Thérèse, consiguieron embaucar durante veinte años a bancos y particulares del mayor nivel económico con el señuelo de una supuesta herencia de un multimillonario americano (La caja de caudales de la señora Imbert); pero también se vuelve hacia el pasado para resolver incógnitas históricas como El collar de la reina, que, destinado a la reina María Antonieta, tiene por propietaria a la condesa de Dreux-Soubisse, y que le desaparece de la noche a la mañana: el misterio terminará siendo descifrado por un Arsène Lupin que en ese momento solo cuenta seis años de edad; o La condesa de Cagliostro, supuesta descendiente del aventurero italiano Joseph Balsamo, conde de Cagliostro (1743-1795); esta mujer, traidora y asesina, habría aprovechado el secreto de la larga vida de su antepasado para alcanzar los ciento seis años de edad; la trama relaciona a Lupin con la condesa y resuelve los cuatro enigmas que el conde habría dejado escritos en un espejo de la celda de la fortaleza de San Leo, condenado por la Inquisición a muerte, pena conmutada luego por la cárcel a perpetuidad. Leblanc da una vuelta de tuerca en este relato a un personaje y a una historia que ya había interesado a Dumas —Joseph Balsamo, El collar de la reina, La condesa de Charny—, a Gérard de Nerval, a Thomas Carlyle, a Goethe y a Schiller, a Tolstói, y cuya historia ya se había llevado a la pantalla cinematográfica en 1910 y en 1918, antes de que Leblanc publicara en 1924 su relato.






Entre 1920 y 1940 se produce la conocida como Âge d’or de la ficción policiaca, con autores como Agatha Christie, Dorothy Sayers, G. K. Chesterton, John Dickson Carr, Ellery Queen, Rex Stout, Raymond Chandler, Dashiell Hammett, por solo citar a los escritores de lengua inglesa más conocidos con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Varios de esos autores utilizan el género para dar cuenta de la realidad de su país, sobre todo los norteamericanos. Hammett, por ejemplo, traza un mapa de la corrupción política y policiaca, del gansterismo, de la época de la prohibición del alcohol, etc. Esa «edad de oro» del whodunit, variante anglosajona de la novela de enigma, clausura por un lado el tipo de detectives y policías que, aproximadamente hasta entonces, había florecido en la narrativa francesa, más inclinada a la novela de suspense. A partir de esas décadas, también se produce un vuelco en el terreno galo, con una inclinación decidida a la novela negra: Jean Amila, Léo Malet, André Héléna, etc., inauguran una etapa distinta y posterior a la que, en Crímenes a la francesa, recogemos.
Esta antología de relatos que podríamos calificar de criminales, detectivescos, policiacos, de suspense, de enigma y misterio, etc., abarca prácticamente algo más de un siglo, sin pretensiones, como es lógico, de exhaustividad, dado el volumen de publicaciones que aparecieron durante el siglo gracias al desarrollo de la prensa y del libro. Arranca con un texto de 1807, la Carta desde Calabria de Paul-Louis Courier, para concluir en el «último representante» del género tal como se practicó, con ciertas evoluciones, durante el siglo XIX: Maurice Leblanc, justo antes de que en las décadas citadas, a partir de 1920, se imponga la novela negra. He seleccionado, junto a los grandes nombres, de Mérimée a Balzac, de Dumas y Maupassant a Gaboriau, de Apollinaire a Gaston Leroux, a unos escritores que, calificados de menores y apenas traducidos al castellano, van cayendo en el olvido: pero narradores como Richepin o Lermina, como Allais o Charles-Louis Philippe, aportan al género judicial y policial de la época percepciones no solo personales, sino una visión diferenciada sobre las costumbres de fin de siglo y la Belle Époque, sobre la vida cotidiana de París especialmente, mostrando la forma en que la evolución de la ciencia detectivesca se adecua al mundo del hampa para descubrir ingeniosamente la verdad, y devolver a los malhechores al mundo del orden, que tanto el detective como el policía representa
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