pleyade
21 noviembre 2019, 10:58
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FICHA TÉCNICA
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A partir de ese momento de nuestra vida fue cuando sentimos angustia, una sensación inconcreta de culpabilidad y la certidumbre de que teníamos que huir de algo, sin saber muy bien de qué. Esa huida nos llevó a sitios muy diferentes antes de acabar aquí, en Niza.
Cuando Sylvia estaba echada a mi lado, yo no podía por menos de coger el diamante entre los dedos o mirarlo brillar sobre su piel y decirme que nos traía mala suerte. Otros, antes que nosotros, habían peleado por él; otros, después de nosotros, lo llevarían brevemente al cuello y en el dedo, y cruzaría por los siglos, duro e indiferente al paso del tiempo y a los muertos que iba dejando a la zaga. No. Nuestra angustia no procedía del contacto con esa piedra fría de reflejos azules, sino, seguramente, de la propia vida.
Sin embargo, al principio, inmediatamente después de habernos ido de La Varenne, hubo un breve periodo en que estuvimos en paz y a gusto. En La Baule, durante el mes de agosto. Alquilamos, por mediación de una agencia de la avenida de Les Lilas, una habitación pegada al minigolf. Hasta casi las doce de la noche nos acunaban las voces y las carcajadas de los jugadores. Íbamos a beber algo, sin llamar la atención, en una de las mesas, bajo los pinos, ante la barra con tejado de pizarra verde donde repartían los bastones y las pelotas blancas de golf.
Hacía mucho calor ese verano y estábamos seguros de que aquí no nos encontrarían nunca. Por las tardes, íbamos por el terraplén y localizábamos el punto de la playa en que era más denso el gentío. Entonces bajábamos a esa playa y buscábamos un hueco libre para colocar las toallas. Nunca fuimos tan felices como en aquellos momentos, perdidos entre el gentío que olía a Ambre Solaire. Alrededor de nosotros, los niños hacían castillos de arena y los vendedores ambulantes daban una zancada para pasar por encima de los cuerpos y pregonaban sus helados. Éramos como todo el mundo, nada nos diferenciaba de los demás en aquellos domingos de agosto.
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A partir de ese momento de nuestra vida fue cuando sentimos angustia, una sensación inconcreta de culpabilidad y la certidumbre de que teníamos que huir de algo, sin saber muy bien de qué. Esa huida nos llevó a sitios muy diferentes antes de acabar aquí, en Niza.
Cuando Sylvia estaba echada a mi lado, yo no podía por menos de coger el diamante entre los dedos o mirarlo brillar sobre su piel y decirme que nos traía mala suerte. Otros, antes que nosotros, habían peleado por él; otros, después de nosotros, lo llevarían brevemente al cuello y en el dedo, y cruzaría por los siglos, duro e indiferente al paso del tiempo y a los muertos que iba dejando a la zaga. No. Nuestra angustia no procedía del contacto con esa piedra fría de reflejos azules, sino, seguramente, de la propia vida.
Sin embargo, al principio, inmediatamente después de habernos ido de La Varenne, hubo un breve periodo en que estuvimos en paz y a gusto. En La Baule, durante el mes de agosto. Alquilamos, por mediación de una agencia de la avenida de Les Lilas, una habitación pegada al minigolf. Hasta casi las doce de la noche nos acunaban las voces y las carcajadas de los jugadores. Íbamos a beber algo, sin llamar la atención, en una de las mesas, bajo los pinos, ante la barra con tejado de pizarra verde donde repartían los bastones y las pelotas blancas de golf.
Hacía mucho calor ese verano y estábamos seguros de que aquí no nos encontrarían nunca. Por las tardes, íbamos por el terraplén y localizábamos el punto de la playa en que era más denso el gentío. Entonces bajábamos a esa playa y buscábamos un hueco libre para colocar las toallas. Nunca fuimos tan felices como en aquellos momentos, perdidos entre el gentío que olía a Ambre Solaire. Alrededor de nosotros, los niños hacían castillos de arena y los vendedores ambulantes daban una zancada para pasar por encima de los cuerpos y pregonaban sus helados. Éramos como todo el mundo, nada nos diferenciaba de los demás en aquellos domingos de agosto.
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