pleyade
30 noviembre 2019, 12:24
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FICHA TÉCNICA
Formato: epub
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Sipnosis:
Las bolas giraban en movimiento multicolor que cautivaba la mirada, la hipnotizaba. Aparecían simultáneamente en ciento cincuenta millones de pantallas repartidas por todo el planeta, y aparecerían con diferentes demoras en otros miles de millones de pantallas, situadas en otros cien mundos. Rebotaban dentro de sus jaulas doradas como insectos enloquecidos y, cuando fueron perdiendo velocidad, los observadores empezaron a distinguir las letras y las cifras pintadas en su superficie. Poco a poco descendieron hacia el fondo de la caja esférica y cayeron por una abertura redonda en un vaso cilíndrico transparente, donde fueron disponiéndose según cierto orden. Los espectadores pudieron leer entonces una serie de cifras y de letras.
—¡Señor! —exclamó el hombre que estaba tendido sobre la hierba del jardín de Aroigne, frente a su televisor portátil.
Solía emplear interjecciones y juramentos extraídos del lenguaje antiguo. Se llamaba Ingmar Langdon y tenía treinta años, aunque aparentaba casi diez más. Vestía prendas bastante pasadas de moda, aunque, visiblemente, ello le tenía sin cuidado. Con su discreto pantalón rosa, su camisa verde y unas gafas que llevaba por afectación en un mundo del que habían desaparecido las deficiencias oculares, podía considerársele un excéntrico.
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Las bolas giraban en movimiento multicolor que cautivaba la mirada, la hipnotizaba. Aparecían simultáneamente en ciento cincuenta millones de pantallas repartidas por todo el planeta, y aparecerían con diferentes demoras en otros miles de millones de pantallas, situadas en otros cien mundos. Rebotaban dentro de sus jaulas doradas como insectos enloquecidos y, cuando fueron perdiendo velocidad, los observadores empezaron a distinguir las letras y las cifras pintadas en su superficie. Poco a poco descendieron hacia el fondo de la caja esférica y cayeron por una abertura redonda en un vaso cilíndrico transparente, donde fueron disponiéndose según cierto orden. Los espectadores pudieron leer entonces una serie de cifras y de letras.
—¡Señor! —exclamó el hombre que estaba tendido sobre la hierba del jardín de Aroigne, frente a su televisor portátil.
Solía emplear interjecciones y juramentos extraídos del lenguaje antiguo. Se llamaba Ingmar Langdon y tenía treinta años, aunque aparentaba casi diez más. Vestía prendas bastante pasadas de moda, aunque, visiblemente, ello le tenía sin cuidado. Con su discreto pantalón rosa, su camisa verde y unas gafas que llevaba por afectación en un mundo del que habían desaparecido las deficiencias oculares, podía considerársele un excéntrico.
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