pleyade
4 marzo 2020, 11:02
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FICHA TÉCNICA
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SINOPSIS
Lentamente, Miguel fue despertando de los sueños agitados que había tenido durante toda la noche. Al abrir los ojos, comprobó asombrado que no se encontraba en su habitación en Madrid y se incorporó en la cama desconcertado, pero apenas tardó cinco segundos en darse cuenta de dónde había pasado la noche anterior. Estaba en la habitación de su infancia en casa de su madre, en Mérida. La luz del amanecer se colaba por las tablas de la vieja persiana de madera, iluminando débilmente la estancia. Durante unos minutos paseó la mirada por las paredes y las estanterías, repletas hasta los topes con sus libros, juguetes de niño y tesoros de adolescente. Por una parte, le sorprendía que su madre no hubiera redecorado la habitación; al fin y al cabo, él se había marchado de casa hacía ya casi diez años. Por otra parte, Miguel conocía demasiado bien a su madre. Vivía refugiada en el pasado, en otra época en la que fue más feliz, mucho antes de que muriera su marido y su hijo se mudase a Madrid. Ramona seguía sin sacar la ropa de su difunto marido del armario y todas sus pertenencias estaban intactas, escrupulosamente colocadas en los lugares de siempre. Su madre seguía cocinando para tres, aun cuando mucha de la comida se perdiera porque ahora vivía sola. Ramona compartía su deprimente existencia con un marido y un hijo inexistentes, y vivía en su propio mundo imaginario. Miguel empezó a agitarse, inquieto. Un sentimiento de culpabilidad le perseguía por haberse marchado de casa tan joven y muy reciente la muerte de su padre. Se sentía mal por haber abandonado a su madre, sumida en un abismo de tristeza y de soledad. Y lo peor de todo era que pocas veces había vuelto a casa para visitarla. Estaba seguro de que su madre nunca se lo reprocharía porque no quería incomodarle, pero Miguel podía percibir su infinita amargura. Cuando volvía a casa, los sentimientos de culpabilidad le inundaban de nuevo, así como la tristeza. Todavía no podía asimilar el hecho de que su padre hubiera muerto. Antonio fue un hombre sencillo, sereno y trabajador, al que por desgracia el cáncer no había perdonado. Para Miguel las cosas eran más fáciles cuando estaba en Madrid. Sabía que era una postura egoísta, pero allí se sentía más libre porque podía olvidarse de Mérida y de su pasado.
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Lentamente, Miguel fue despertando de los sueños agitados que había tenido durante toda la noche. Al abrir los ojos, comprobó asombrado que no se encontraba en su habitación en Madrid y se incorporó en la cama desconcertado, pero apenas tardó cinco segundos en darse cuenta de dónde había pasado la noche anterior. Estaba en la habitación de su infancia en casa de su madre, en Mérida. La luz del amanecer se colaba por las tablas de la vieja persiana de madera, iluminando débilmente la estancia. Durante unos minutos paseó la mirada por las paredes y las estanterías, repletas hasta los topes con sus libros, juguetes de niño y tesoros de adolescente. Por una parte, le sorprendía que su madre no hubiera redecorado la habitación; al fin y al cabo, él se había marchado de casa hacía ya casi diez años. Por otra parte, Miguel conocía demasiado bien a su madre. Vivía refugiada en el pasado, en otra época en la que fue más feliz, mucho antes de que muriera su marido y su hijo se mudase a Madrid. Ramona seguía sin sacar la ropa de su difunto marido del armario y todas sus pertenencias estaban intactas, escrupulosamente colocadas en los lugares de siempre. Su madre seguía cocinando para tres, aun cuando mucha de la comida se perdiera porque ahora vivía sola. Ramona compartía su deprimente existencia con un marido y un hijo inexistentes, y vivía en su propio mundo imaginario. Miguel empezó a agitarse, inquieto. Un sentimiento de culpabilidad le perseguía por haberse marchado de casa tan joven y muy reciente la muerte de su padre. Se sentía mal por haber abandonado a su madre, sumida en un abismo de tristeza y de soledad. Y lo peor de todo era que pocas veces había vuelto a casa para visitarla. Estaba seguro de que su madre nunca se lo reprocharía porque no quería incomodarle, pero Miguel podía percibir su infinita amargura. Cuando volvía a casa, los sentimientos de culpabilidad le inundaban de nuevo, así como la tristeza. Todavía no podía asimilar el hecho de que su padre hubiera muerto. Antonio fue un hombre sencillo, sereno y trabajador, al que por desgracia el cáncer no había perdonado. Para Miguel las cosas eran más fáciles cuando estaba en Madrid. Sabía que era una postura egoísta, pero allí se sentía más libre porque podía olvidarse de Mérida y de su pasado.
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