Ella despertó en mí el más básico de mis instintos, el deseo por poseerla.
Y tenerla ahí, postrada sobre mi cama, acentuaba mucho más aquel impulso.
Me acerqué a ella y deslicé con mi dedo un mechón que cubría parcialmente
su rostro. Parecía un ángel. Tan frágil, tan sensual, tan bella...
Y ahí me quedé. Perplejo. Mirándola. Incapaz de traicionar la confianza que
había depositado en mi. Estaba seguro que no habría aceptado quedarse en
casa de ningún otro hombre. Y yo, que la amaba desde hacía tanto, no podía
quitarme de la cabeza como sería hacerla mía. ¡Sucio pensamiento!
Salí de la habitación, era lo más prudente. Esperé a que amaneciera. La
acompañé a su casa y, su inocencia junto a sus dos besos de despedida me
fueron suficientes para comprender que, ella seguiría teniendo en mí a su
amigo incondicional.