Sentado en esa banca, solo pensaba en las extrañas vueltas del destino.
Nunca tuvo culpa alguna; fue buen cristiano, según el padrecito; la solidaridad guió su vida y el generoso trabajo hecho para que los demás estuvieran mejor era largamente conocido en cielo, infierno y tierra.
Le costaba comprender.
No entendía tener que pagar tan caras sus virtudes, ya que no sus defectos; que ayudar a sus hermanos fuera un crimen y buscar la justicia una peligrosa tontería.
Confiaba en finalmente ser reconocido, tarde pero seguro; creía que su amigo, antecesor en el viaje, lo acompañaría en la gloria al llegar; soñaba que algún día el hombre dejaría de ser lobo del hombre y la igualdad reinaría.
Perdonó, observando sin rencores, a los buitres que del otro lado del vidrio contemplaban sin paciencia, esperando su carroña.
Y un sereno Bartolomé Vanzetti se dispuso a morir en la silla eléctrica, como mandaba la interesada justicia de los hombres.