Ese día las calles se llenaron de promesantes.
Descalzos sobre piedras que llagaban sus pies, ataviados por vestiduras bastas, las espaldas sufriendo azotaínas, los supersticiosos milenaristas intentaron purgar sus pecados antes del prometido fin del mundo que las maldades humanas merecían.
No estaba en cuestión construir una tierra buena, justiciera y solidaria. Importaba salvarse en relación individual con el Dios terrorífico que la Santa Madre Iglesia pintaba en aquellos tiempos finales del primer milenio.
¿Acabó, acaso, el peligro?
Pronto, finaliza el Calendario Maya, las profecías de Nostradamus se agotan y un planeta exhausto de barbarie vocifera protestas en forma de tsunamis, terremotos, efecto invernadero, hambre, genocidios, residuos radiactivos y catástrofes nucleares.
¿Seremos más lúcidos que nuestros ancestros y alejaremos comunitariamente cualquier cataclismo previsible? ¿O volverá a primar el individualismo y sólo haremos promesas para evadir el fin que nuestros hermanos medievales azarosamente esquivaron?
No es el oscurantismo quien lo predice, sino el conocimiento que temerariamente queremos olvidar.