Nunca había visto unos ojos tan expresivos y un amor desbordante me sugiere que nunca habrá otros comparables.
La soñé desde niño, imaginándola a mi lado, sabiendo que sería la Mujer de mi vida.
Pero no sólo su mirada me estremece. Espero sus palabras ávidamente, con esperanzas continuamente renovadas y cada nuevo decir que me dedica hace flaquear mis rodillas, despertándome un éxtasis difícil de explicar.
Sus formas, femeninas por excelencia, muestran esa deidad que, aunque no me corresponda, hace natural nuestra supervivencia como raza sobre la tierra. Todos los días su figura crece, cubriendo cada vez más el panorama que ansío contemplar.
No sé cómo pude aguantar estos días lejos de ella, en un viaje sin sentido.
Pero estoy listo para responder largamente la pregunta que me aguarda, demostrándole que reinó en mi cabeza pese a la lejanía: “¿Qué me trajiste, papito?”.
Antes, tomando en brazos a mi niña, un gran besote atestiguará mi devoción eterna.