Fabián, no te atrevas a decir mi nombre. Ahora me toca hablar a mí. No pienses ni por un segundo que voy a volver a escuchar el mismo discurso: el de las excusas, el de los falsos lamentos, el de las sucias mentiras, esas mentiras que ni tú mismo te crees ya. Ahora solo quiero que salgas de una maldita vez de mi cama, de mi casa, de mi vida. Devuélveme todo lo que te he entregué: mi cuerpo, y mi alma.
Sí, no me mires como si hablase en un idioma extraño. Me da igual que lo entiendas o no. Léeme los labios: se acabó. Se acabó tu tiempo y se acabó mi paciencia, la paciencia de una imbécil a la que repitieron un millón de veces “no hay más ciego que el que no quiere ver”, mientras tú rompías todo lo que una vez nos unió.