Sentado en esa banca, solo pensaba en poner fin a toda aquella sucesión de acontecimientos que me hundían sin remedio.
No podía quedarme de brazos cruzados soportando tanto dolor. Había llegado la hora de actuar y mi fin se precipitaba inminente.
Me levanté y emprendí el camino que tantas veces planeé y jamás tuve el valor de iniciar.
En el borde, sentado a setecientos metros de altura, las cosas se veían de otro modo. Estaba seguro de que aquel acto iba a
resultar mi libertad definitiva. Y salté al vacío.
De los tres meses siguientes solo recuerdo a mi familia rodeando la cama de este hospital. Aprendí, pero a qué coste, que la
felicidad reside en esas pequeñas cosas que hacen nuestro dia a día único. Ahora ya no podré ni correr, ni saltar ni bailar. Pero
lo que si podré hacer es aprovechar esta segunda oportunidad que la vida me ha regalado.