En las plazas de los pueblos se respira aroma siempre diferente.
Según los turnos escolares, las pólvoras del far-west establecen su imperio legendario, en andas de innumerables Billy the kid’s cuya bravura empalidece las polvorientas hazañas de tanto western spaghetti, humilladas por feroces killers de entrecasa.
Sábados y domingos devienen coliseos, repletos estadios del Barsa maravillados por la destreza que destilan atletas deportivos frente a quienes Messi abdica su corona.
Con noches estrelladas, el balcón de Julieta revive en mimosos bancos de madera iluminados por lunas de gruyère que no necesitan competir con las farolas apedreadas por fogosos e incógnitos amantes.
Desfilan Caballeros de la triste figura con Sanchos soñolientos; detectives, beduinos y astronautas; la Commedia dell'arte en bicicleta; abigarradas calesas principescas; perrillos falderos imaginándose mastines y trémulas abuelas rememorando instantes más felices. Todos realizan allí sus deseos más profundos.
Las plazas congregan imaginación, vida, ansias de soñar. Su incienso pueblerino nos transporta. En ellas volvemos a vivir.