“Tócala de nuevo, Sam”, gritaba la multitud enardecida alentándolo a reincidir. Fue maravillosa la forma en que, sin pedir permiso, acarició su superficie redondeada.
Pero a esa altura él ya no podía escucharlos, toda su atención estaba puesta en alcanzarla de nuevo. Si se daba el lujo de dejarla ir, no habría lágrimas suficientes para llorar la pérdida.
Se movió rápido entre los demás, esquivó un par de obstáculos, finalmente estiró sus manos para conquistarla. Sus dedos la sostuvieron con firmeza. Esos segundos definirían el frágil límite entre el cielo y el infierno.
Con el tiempo justo para la última jugada, depositó en ella sus esperanzas y la dejó en libertad. Al final de su trayectoria el balón daría el veredicto.